Mi tía pasó de casa a departamento. No entraban sus muebles. Sus manos arrugadas, mágicas, aladas, cargadas de ternura, se posaban rítmicamente en ese ritual de despedida. Ñata conocía de mi mudanza a mi casita de barrio vacía. Primero destinó muebles para cada hijo. Guardó en un rincón un viejo aparador, una máquina de coser de 1930 y un sofá ya gastado. Con sumo cuidado y con miedo a ofenderme me los ofreció, con la justa aclaración de que si no los llevaba, serían destinados a un vaciadero. Acepté. En la máquina de coser había elaborado la ropa de sus cuatro hijos. Ellos tenían como canción de cuna su sonido. El viejo sofá era el lugar de reposo de su esposo, cuando la vida del hogar se silenciaba, mientras ella lo mimaba. Un mundo encerraba el viejo aparador, allí guardó los primeros trofeos familiares, la vajilla nupcial y los regalos queridos. Hoy sus muebles, míos, reinan en casa. Los lustre con amor y les remendé las heridas que contenían sus viejas estruc