Ritmo y brillo: la historia de los lustradores del centro tucumano La actividad resiste, a pesar de que el uso de zapatillas se generalizó.

DE POMADAS Y PAÑOS


 
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La historia de una familia de lustrabotas en el centro tucumano
SACAR LUSTRE. Los hermanos Palavecino dan brillo a los zapatos en la zona bancaria. FOTO DE FRANCO VERA

"¿Va a hacer lustrar, doctor?". Julio César Palavecino está sentado en un banquito sobre San Martín casi esquina Maipú, en la vereda del Banco Nación. A su derecha, sobre una manta, acomoda las pomadas, trapos, cepillos y líquidos limpiadores. A su izquierda deja un bolso y el diario del día. Ya lustró dos pares y ahora dará brillo a las botas de Martín, ex bancario. "Sólo me hago lustrar por él", acota lacónicamente el jubilado.

El cliente habla y el lustrador escucha. Palavecino hace un firulete por el aire con un cepillo antes de usarlo. A la derecha de Julio César están cuatro de sus 12 hermanos, todos ellos lustradores. Nacieron en La Costanera, y desde hace años le dan ritmo a la esquina raspando y sacando brillo, con cepillos y paños.

Según los entrevistados, alrededor de 80 lustrines recorren las calles de San Miguel de Tucumán en busca de zapatos. Otros lustradores prefieren munirse de clientes recorriendo bares o dependencias públicas. Los consultados por este diario dicen estar acostumbrados al trato vertical de la clientela y a tener que mirar desde abajo: "es como cualquier trabajo, a los patrones de otros oficios tampoco los mirás de igual a igual", explica Mario Pereira, lustrabotas que recorre los bares de El Bajo.


Cinco en línea
Los hermanos lustradores se distribuyen algunos clientes de la zona bancaria de la capital. Julio se inició en el oficio a los 6 años. Su papá era lustrador, pero él aprendió de la mano de un hermano, “El Nene”, que falleció. Él solía dar brillo a los zapatos en la Galería Florida. Cobran $20 por el par, y $30 o $40 por el par de botas, dependiendo del largo de la caña. Cada lustrín establece su tarifa.
“Desde hace un tiempo que hago la parada aquí, junto a mis hermanos. Antes íbamos a los bares, pero ahora espero a mis clientes”, explicó Julio. Trabaja con sus piernas estiradas y se cruza de brazos cuando no atiende clientes. “A veces puedo hacer hasta 8 o 10 pares por hora. Gracias a Dios puedo vivir con esto, antes me iba a buscar trabajo en el limón, pero ahora que cobro la asignación universal (tiene cinco hijos), lo que saco en el trabajo me rinde un poco más”.

Escupir el calzado o colocar la pomada en círculos no sirve, coincidieron los Palavecino. Hay pasos establecidos y una preferencia: los paños hechos con tela de jean. “Se aprende mirando y ensuciando un par de medias. Asegurás el brillo porque de entrada le tiro un producto (la “tinta”) para quitar manchas y las marcas de la tierra que se le hacen al calzado, del mismo uso”. Primero se pasa el cepillo, luego la “tinta”, pomada, cepillo, paño, cepillo y paño.

Julio destaca que el oficio le permitió conocer mucha gente, aunque le molestan los eventuales clientes “jodidos”. “Te arruinan la mañana, vienen una roña y se quejan después de que los zapatos no quedan impecables. Después es como cualquier trabajo, eso sí, pude hacer mucha amistad por estar al lado del teléfono público: la gente llama para hacer reclamos y no entienden cómo es el 0800 o no se escucha qué debe marcarse. Es fácil: 0800, tres veces 2 y dos veces 73 y te atiende un operador”.

A la derecha de Julio trabaja Walter Gustavo, el menor de los hermanos. Llama a sentarse con vehemencia y hace señas con sus manos, como ayudante de boxes de Fórmula 1, mientras hamaca el cuerpo en su banquito. Usa zapatillas. Coloca la pomada directamente con su mano. Empezó a los 18, ahora tiene 23. No sonríe y da brillo con suma concentración. Lustra los zapatos a un hombre de Alberdi que pide postergar la charla, porque no quiere distracciones mientras se trabaja en sus zapatos.

¿Si se mira siempre desde abajo al cliente, no hay una desigualdad en el trabajo?

- “A mí no me molesta. Estoy acostumbrado a esto: no miro a la cara, sólo al zapato. Me gustaría trabajar de otra cosa, de cualquier trabajito. Pasa que esto me deja plata en el bolsillo, pero me gustaría algo más”.

En el medio de los cinco hermanos, ubica la banqueta Manuel Humberto, de 35. Da charla a un cliente sin mermar un segundo la velocidad con la que pasa los cepillos. Vive en San Ramón con sus cinco hijos. “Por lo menos una vez por semana hace falta una buena lustrada, al resto lo mantenemos en casa, pero nada reemplaza la mano del jugador”, comenta Julio, empleado de la administración pública, mientras guiña un ojo. “Tener los zapatos bien lustrados hace a la pulcritud masculina. El zapato hace al trabajo, pero la verdad que es cosa de costumbre, hay quien prefiere otros calzados”, explicó.


Manuel se da el lujo de hablar con las manos mientras quita el polvo del zapato de su cliente con un cepillo en cada mano y le imprime velocidad a sus movimientos a la hora de hacer brillar con el paño. “Le tocás la media al cliente y te ponen una patada en el pecho”, advirtió. Él era adicto al paco (residuo de la pasta base de cocaína), pero pudo rehabilitarse. Lleva un buen tiempo sin recaídas, dijo. “Acá anda el diablo por los barrios, y en La Costanera me lo encontré. Yo consumía y perdí todo. Ahora me recuperé, pero me preocupo por dos de mis hijos. Hace falta seguridad, pero para que apresen a todos los transas. No era vida lo que tenía, están matando a la gente y hay miles de cómplices”, afirmó Manuel.

Quienes usan zapatos son José Carlos Domingo, cada uno con casi 30 años de experiencia en el oficio. José lustró en bares, entre ellos, en La Recova, que solía estar en 25 de Mayo y 24 de Septiembre. Ahora trabaja siempre junto a sus hermanos, salvo los viernes, que tiene permiso de la gerencia para ingresar a la ANSES. “Ahora hay menos actividad porque es invierno, la gente usa menos zapatos y más zapatillas”, explica. Él guarda la banqueta y su caja con cepillos y pomadas en el Paseo Español, según cuenta. Sus hermanos tienen un lugarcito en un estacionamiento, a media cuadra.

"Yo soy del zapato”, se reconoce Carlos. “Se puede tirar el día a día con esto, porque mal que mal, bancarios, funcionarios de Casa de Gobierno, empresarios: todos terminan con los zapatos sucios”, explica Carlos, mientras le ataba los zapatos a un cliente antes de comenzar a trabajar.


Ambulantes
“En los bares de la galería está lo mejor”, cuenta Raúl Héctor Orellana. Lleva 20 años en el oficio. Empezó con sus hermanos como lustradores, pero ellos cambiaron de oficio. “Cobro $15, y puedo hacer hasta 20 pares por mañana. Si llueve desde temprano ya no salgo desde mi casa, porque con lluvia no se lustra nadie”, describe. Orellana vive en el barrio ex Aeropuerto. Muchos años viajaba al centro en bicicleta, cargando todo lo que necesita para trabajar. Hace unos 15 años acordó con los dueños de una librería céntrica, donde puede dejar su caja con pomadas.

Orellana describió que se gana poco, pero que es mejor que otros trabajos. “Por $150 pesos de lavacopas no agarro el puesto en un bar (sic). Como lustrador no reniego con nadie, porque en los bares entrás para lavar platos y terminás obligado limpiando baños sin que te paguen nada más. No pidás más con esto, alcanza para comer nomás”, definió.

Pereira consigue clientes recorriendo los bares de El Bajo y de la terminal de ómnibus. Trabaja con parsimonia, y se mancha de negro la nariz por un tic: entre cliente y cliente se toca la nariz. “¿Si hay veces que es humillante atender clientes en bares? No sé, nunca me lo planteé. Puede ser, pero a mí me interesa juntar para comer cada día. Más humillante es salir a trabajar a la mañana y ver vacía la alacena”, reflexionó.

Para Mario, la actividad resiste, pese a que se usen menos zapatos que décadas atrás. “Puede ser que la gente no use zapatos como antes, pero hay muchos menos lustradores que antes. Es una actividad que te asegura el pan, pero no pretendas mucho”, finalizó.

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