BIEN DE CONSUMO

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Él tenía treinta y dos años y había comprado su primer automóvil. Había ahorrado peso sobre peso, privándose de tentadores teléfonos móviles, ordenadores, televisores, reproductores de DVD, centros musicales, y lo había pagado de contado.
Los amigos le dijeron que era un insensato, que con un vulgar crédito, a largo plazo, lo hubiese comprado sin descapitalizarse y evitando sacrificios innecesarios. Él los ignoró; su salario no era estable, su puesto de trabajo tampoco y, mucho menos, la economía del país. El crédito podía haberlo hundido de un momento a otro; hubiese bastado con la aparición de un gasto imprevisto, con una caída de la bolsa de comercio, con el capricho de un ministro.
El automóvil era el más barato del mercado, era el que había podido comprar. Desde que lo tenía, notó que su entorno lo trataba de otra manera. Quizá porque era algo que debió haber hecho durante la adolescencia, quizá porque el acto inspirase respeto. No lo sabía y tampoco podía descifrarlo. Lo cierto era que familiares, amistades y compañeros de trabajo lo estimaban más, como si hubiese saldado una vieja y pesada cuenta.
A pesar de que tenía registro de conducir -su trabajo lo requería- nunca había manejado a su antojo; el único automóvil de la familia era de su padre, el modelo tenía veinte años de antigüedad y no lo prestaba a nadie, ni siquiera en casos de emergencia.
La situación había cambiado radicalmente, era independiente. No estaba obligado a soportar los gruñidos de su padre, las palabras pasajeras y huecas de un chofer de taxi, las apretujadas filas de los autobuses, los gemidos del tren y el subterráneo. Acomodaba los horarios a su gusto y, lo más ventajoso, podía elegir acompañante. Ya no era mendigo de favores: “¿Puedes llevarme, por favor?” “¿Hay lugar? Voy para ese lado” Ahora, él decidía hacer o no, ése favor.
La primera vez que condujo su propio automóvil lo hizo con timidez y temor, casi como un principiante. Dos semanas, de errores y frenadas sorpresivas, le bastaron para conducir con seguridad y para atreverse a hablar con la ruidosa máquina muda.
Durante los viajes largos, las palabras escapaban de su boca, rebotaban contra el parabrisas, las butacas y el espejo retrovisor. Sucedía involuntariamente. Cuando la marcha era constante, apagaba la radio y, sin perder de vista el tránsito, hablaba. Los conductores que lo observaban, suponían que mantenía una conversación a través de un teléfono móvil.
Las supuestas charlas abordaban diversos temas. Al principio, criticaba el modo de conducir de los demás, las normas de tránsito, los automóviles viejos, a las desagradables personas que utilizaban el transporte público y el pésimo estado de las calles y las autovías.
El tiempo y la confianza entre hombre y máquina, dieron espacio a los asuntos personales; los celos de su novia, las evidentes insinuaciones de algunas compañeras de trabajo, el mal humor del jefe, la posibilidad de escapar de las garras familiares, el tedio de hacer favores y las ganas irrefrenables de conducir hacia el infinito.
Las charlas se hicieron rito y cada vez que él llegaba a destino, estacionaba cuidadosamente y, antes de irse, miraba al automóvil diciendo: “Eres mucho más que un simple auto, eres otra cosa”.
La muda máquina ciega permanecía inmóvil, hasta que su dueño regresaba y volvía a encenderla.

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