Del campo a la ciudad
Hoy se cumplen 45 años de la migración de nuestro pueblito, Timbó Viejo en Burruyacu hacia la capital de San Miguel de Tucumán, en Tucumán, República Argentina.
Recuerdo preguntando, los días previos al viaje, ¿Cómo es una vereda?, debajo de una gran morera, en mi casita de campo mientras me hamacaba. Alli con mi hermana Cristina, apenas unos años mayor que yo, enfocabamos las posibles respuestas.
El frondoso campo quedaría atrás, vertiendo en mis venas su color verde. Los juegos de todas las hermanas en el patio, siempre recordado. El pan amasado a tiempo y su crujiente corteza a la hora deservirlo. La familia reunida para la hora del almuerzo o la cena temprana. Cada foto, que hoy aparece nítida, mirando hacia la ventana de nuestra niñez.
El levantar tantos elementos como teníamos, se nos hizo una montaña. Todo rústico, campesino, un dulce tesoro que se fue desgrananado en el tiempo. Lo más difícil, la despedida con nuestros seres queridos. Mi hermana pequeña envolviéndose en las polleras de mi abuela y su deseo de quedarse para siempre con los abuelos. Una despedida sentida y el corazón dando vuelcos.
El camino continuó y llegamos a la casa nueva. Un pequeño sitio en el barrio de Villa Urquiza. El espacio del terreno era reducido y la nueva casita se levantaba con habitaciones olorosas de cal y cemento, apenas terminadas antes de nuestra llegada. Otra historia, muy lejos. Cumpliendo el atrevido sueños de mis padres. Un mejor sitio para la educación de su hijo y 7 hijas. Más protegidos de aquellos tiempos duros para los campesinos. Qué nunca dejarán de serlo.
Pero allí contestarón mi pregunta: ¡la vereda! Era un recto terreno muy pequeño, lugar donde sería espacio de juegos para mis hermanos y yo. Mi deseo era explorarla en todos sus rincones. Lo logré en poco tiempo. Lástima que mi hermana Cristina me acompañó poco. Dios se la llevó al cielo.
Recuerdo preguntando, los días previos al viaje, ¿Cómo es una vereda?, debajo de una gran morera, en mi casita de campo mientras me hamacaba. Alli con mi hermana Cristina, apenas unos años mayor que yo, enfocabamos las posibles respuestas.
El frondoso campo quedaría atrás, vertiendo en mis venas su color verde. Los juegos de todas las hermanas en el patio, siempre recordado. El pan amasado a tiempo y su crujiente corteza a la hora deservirlo. La familia reunida para la hora del almuerzo o la cena temprana. Cada foto, que hoy aparece nítida, mirando hacia la ventana de nuestra niñez.
El levantar tantos elementos como teníamos, se nos hizo una montaña. Todo rústico, campesino, un dulce tesoro que se fue desgrananado en el tiempo. Lo más difícil, la despedida con nuestros seres queridos. Mi hermana pequeña envolviéndose en las polleras de mi abuela y su deseo de quedarse para siempre con los abuelos. Una despedida sentida y el corazón dando vuelcos.
El camino continuó y llegamos a la casa nueva. Un pequeño sitio en el barrio de Villa Urquiza. El espacio del terreno era reducido y la nueva casita se levantaba con habitaciones olorosas de cal y cemento, apenas terminadas antes de nuestra llegada. Otra historia, muy lejos. Cumpliendo el atrevido sueños de mis padres. Un mejor sitio para la educación de su hijo y 7 hijas. Más protegidos de aquellos tiempos duros para los campesinos. Qué nunca dejarán de serlo.
Pero allí contestarón mi pregunta: ¡la vereda! Era un recto terreno muy pequeño, lugar donde sería espacio de juegos para mis hermanos y yo. Mi deseo era explorarla en todos sus rincones. Lo logré en poco tiempo. Lástima que mi hermana Cristina me acompañó poco. Dios se la llevó al cielo.
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