Un cuento: "Cuando la vida continúa"...






La tarde estaba gris. El frío soplaba por todos los rincones. Don Benancio Cuevas despedía a su hijo en la puerta de calle. Vió perderse la moto a lo lejos y regresó dentro de su vivienda a cobijarse, en ese calor maravilloso que lo vivificaría.


Se sentó al lado de la estufa y sintió un ligero cosquilleo en su brazo izquierdo. Se acomodó en el sillón de diario y abrió el periódico. Algo caminaba por dentro de sus intestinos, haciéndole padecer ligeros trastornos. Seguro que serían aquellas papas fritas y la cerveza consumidas junto a su hijo. Se acomodó de otra manera. Dejó el diario a un lado y con el control remoto, encendió la T.V.






Siguió moviéndose en su asiento, no se sentía nada bien .
- ¡Ay, si estuviera mi “viejita” aquí!, seguro que me auxiliaba.- Hacía tiempo que ella se había marchado junto a Dios.
Ese Dios que el apenas perdonaba por llevársela sin avisarle y dejarlo a él solo. Si ella estuviera, seguro que acomodaría esas hojas de yuyos que conocía en un rico té. Así le pasaría el malestar. Era hora de aguantarse.


El aullido de su perro Lázaro, le hizo ponerse de pié y mirar a través del vidrio de la ventana. Un vehículo acababa de atropellarlo y le había fracturado la pata delantera. Además una fría llovizna comenzaba a caer haciendo las veces de agua nieve.
Abrió la puerta lateral y se acercó a Lázaro, que echado en un costado de la vereda se lamía las heridas. Había sangre. El otro perrito de la casa “caniche”, ladraba afligido a través de la reja del jardín.


Levantó a Lázaro que pesaba alrededor de trece kilos y lo condujo hacia el interior de la casa. Sintió Benancio sus intestinos como caballos alocados, dando vuelcos dentro suyo. No los atendería, ahora era Lázaro quien necesitaba su atención.


El y su perro. Lo había llevado de la finca de unos amigos cuando era apenas un cachorro. ¡Cómo lo quería su viejita!. No tenía nietos pues su hijo no encontraba la senda del corazón. Lázaro hizo las veces de hijo y nieto de ambos.


Cuando cachorro supo romper todo con sus colmillos. No había almohadas ni muebles que no los hubiera marcado. Después, ya mayor , fue el perfecto guardián. Nadie se acercaba a la casa sin un gruñido suyo. Tampoco se podían “arrimar" a saludarle sin una muestra de su vigilancia. Los vecinos le decían:

_ ¡Eh!, Don Benancio, ¡Quién tuviera tan fiel guardián!. Este perro entiende más de lo que parece. Por ahí hasta le hace los mandados.


Y así fue, cuando él no podía ir al kiosco de la esquina, porque los huesos no le daban o era tanta la tristeza, le ataba en el collar una notita. Primero el kiosquero se reía, después se acostumbró y hasta lo extrañaba cuando no aparecía. No sabía cruzar la calle, por ello, algún loco del volante, lo asustó y allí estaba: herido.


Lo acomodó junto a la estufa y le vendó la pata.“Caniche”, un perro peludo y flaco, descuidado y juguetón le comenzó a lamer la herida y la cabeza. Luego se echó al lado para acompañarlo. “Lázaro” con la mirada opaca, observaba la venda; luego se durmió. “Caniche” lo acompañaba dando ladridos entrecortados, mientras descansaba al lado de su amigo.






¡Cómo necesitaba a su viejita!. Ella sí pondría orden en tal desastre. Ni el té para él, ni las decisiones de cómo cuidarlo al nieto herido se le ocurrían. Fue entonces, mientras se acomodaba en el sillón y miraba a sus perritos, que algo le golpeó profundamente el pecho. Todo a su alrededor cambió de curso y se oscureció.

Allí estaba su viejita, pero: ¿No era que se había retirado de su lado?. ¿Dónde viajó?. No lo recordaba ya. Quiso tomarle de la mano, como tantas veces, pero ella se alejaba. De a poco comenzó a sentir su voz suave, enmarcada en un bello paisaje campestre. Aunque no podía alcanzarla cada vez que él lo deseaba.
- Benancio, no tenés que venir conmigo todavía.
- Pero vieja. ¿Te vas a ir nuevamente?. El “Lázaro” está muriéndose y vos tenés que curarlo. La pucha viejita, no te me hagas de rogar ahora. Ya sé, estás enojada porque no te compré el mantel aquel. Bueno, tengo las monedas, pero ya sabés que me asusta quedarme “pelado”. Ahora lo voy a hacer, te lo juro. ¡Por favor ayúdame!.

- Benancio, no me voy. Lo que pasa es que vos no podés venir conmigo todavía. Tranquilizate que con el “Lázaro” y el “Caniche” te vamos a mejorar .
- Viejita, si yo no estoy enfermo, es nuestro cachorro. Por cierto hace bastante que no lo ves. Está grandísismo. Hoy un desalmado lo atropelló con su auto y se fugó. Tiene una pata quebrada, la delantera derecha. Hace tanto frío y vos con ese vestido de seda, estás desabrigada. Cuando lleguemos a la casita te voy a dar el tapado. Eso, el frío, puede empeorar la salud del “Lázaro”. Tengo miedo viejita, vení a mi lado...

Un fuerte y desagradable dolor lo hizo despertar, se encontraba en la cama y con la ropa desgarrada. Tenía heridas sangrantes por doquier. ¿Cómo llegó?. En ese momento el kiosquero de la esquina entraba corriendo junto a un médico. Se apresuraron en asistirlo.
-¡Vamos Benancio qué perros tiene usted!. El “Lázaro”, con la pata vendada me fue a buscar. Me tironeaba el pantalón con tanta fuerza e insistencia, que cerré el negocio y me vine. En la puerta estaba el “Caniche” moviendo la cola y ladrando nervioso. Los dos tenían sangre en el pelo. Pensé que un ladrón lo había asaltado. Cuando entré vi que los perros lo habían arrastrado y colocado en su cama. ¿Cómo lo hicieron?, no lo sé. Después de comprobar que no había nadie en la casa salí a buscar un médico y aquí estamos. - Le cuenta el kiosquero, con emoción en la voz, mientras observa a los perros acomodados al lado del anciano en la cama.

- Abuelo, fue un milagro que sus animalitos hayan tenido fuerzas y entendimiento para trasladarlo. Las heridas le impidieron la muerte, además fueron hechas en lugares que se curaran en corto tiempo. Sólo Dios pudo hacer esto.
Benancio, en su sorpresivo despertar, no podía creer tanta felicidad. Sólo atinó a preguntar a media voz:
- ¿Y mi viejita ya se fue?. Ella estuvo conmigo ayudándome con mi “Lázaro”.
- Abuelo – le dice el kiosquero - si ya se fue al cielo su viejita, sólo tuvo un hermoso sueño.
- O un milagro de Navidad, así es, como se lo dije antes: un milagro le salvó la
vida.

- Seguro que mi viejita estuvo conmigo – mientras sonreía, dos gruesos lagrimones le recorrían el rostro.
Sus perros se limitaban a apretarse al cuerpo de Benancio, mientras una luz singular los rodeaba. Tal vez el espíritu de la “viejita” los abrazaba amorosamente.

- Fin -

Amanuense

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